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Despedida a un Amor de Siempre

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Despedida a un Amor de Siempre

Por: Edicta Gómez Merchán. – Cuando entré al camposanto, no tenía ni idea de dónde podría encontrar los restos de mi amor de siempre. Pero no estaba dispuesta a rendirme tan fácilmente, así que me acerqué a tres mujeres que estaban rezando por sus seres queridos fallecidos y me uní a su ritual. Al terminar, les pregunté por el encargado del lugar y me señalaron el camino. A solo 24 pasos de la entrada, vi la placa que indicaba su nombre, fecha de nacimiento y defunción, junto a la de su madre. Una lágrima furtiva brotó de mis ojos, compuesta por una parte de agua y una gran cantidad de dolor. En un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en una cascada que no podía controlar. Me quedé allí, sentada en una acera angosta, sin saber cuánto tiempo había pasado. Pero lo que sí sabía era que sus pocos besos apasionados siempre estarían grabados en mi memoria, y que eran muy diferentes a los tres labios circunstanciales que había besado desde entonces.

Esa noche, la Luna brillaba en el cielo y su luz se filtraba por el ventanal de vidrio. El aire acondicionado, aunque viejo y ruidoso, funcionaba perfectamente y me ayudaba a dormir. Mi pijama rosa era mi compañera fiel, junto con una pequeña toalla enrollada que usaba como almohada. Mi hermana y mis vecinas estaban en la otra cama, y juntas pasamos la noche.

El cantar del gallo, el cacareo de las gallinas y el canto melodioso de las aves silvestres me despiertan para disfrutar de un hermoso amanecer. Los rayos del sol iluminan el interior de mi habitación. Después de caminar doce pasos, llego a otro cuarto donde encuentro un espejo de gran tamaño en un colchón, listo para ser llevado a otro lugar. Detrás de una cortina plástica, amarrada por la mitad, se encuentra el inodoro sin tapa y un tanque vacío. Para utilizarlo, necesito desalojarlo con un tobo que siempre está disponible en la habitación. Tomo mi cepillo dental y jabón para acicalarme, mientras en mi mente solo revolotean pensamientos sobre el encuentro con quien me invitó a visitar este pueblo.

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Después de tomar mi café de la mañana, tostado a fuego obtenido de ramas y leña secas recolectadas la tarde anterior con la baquiana de la casa en sus alrededores, formo una pequeña pirámide rodeada por tres piedras para sostener un enorme caldero que recibe los granos de café cosechados en la misma zona. Luego, utilizo una máquina de moler casera modernizada con energía eléctrica, producto del ingenio familiar, para preparar el café con su aroma y sabor característicos. Lo acompaño con dos deliciosas empanadas de queso, casi directamente de la vaquera cercana.

Emprendí el camino hacia el cementerio y al pasar frente a la posada, que alguna vez fue mi hogar, vi un banco de concreto abandonado que había sido testigo de muchos encuentros. Sentí una oleada de emociones y recuerdos que se agolparon en mi mente mientras seguía mi camino hacia el lugar sagrado donde descansa Ángel, quien sigue siendo especial a pesar de su ausencia física.

Caminé por calles vacías, con casas abandonadas y negocios cerrados. Algunas señoras mayores se sentaban en sillas artesanales de madera, descansando y observándome con cariño mientras pasaba. Varios motorizados y jóvenes pasaron a mi lado, mientras el sol brillante tocaba mi rostro y el aire fresco de la serranía me daba alivio.

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En mi andar, me llevaba a transitar por espacios que forman parte de mis vivencias. Me detuve al cruzar un puente, y desde allí, observé el correr de las aguas cristalinas y su recorrido entre piedras enormes arrastradas por ellas. La indiferencia de otros transeúntes me hizo sentir ignorada, pero quise estar sola para tener un encuentro entre dos almas que se amaron en silencio. Manteníamos ese amor y esos recuerdos, y sentía su presencia cada vez más frecuente, incluso a la distancia.

– Hola, ¿estás bien? – dijo una voz a mi espalda, haciendo que saltara de sorpresa.
– Sí, estoy bien, gracias – respondí, volviéndome hacia el joven que me había hablado.
– Te he visto por aquí antes, ¿eres de por aquí? – preguntó él.
– No, soy forastera, pero he visitado este lugar varias veces antes – respondí con una sonrisa.
– Bueno, si necesitas algo, estoy por aquí – dijo él, y siguió su camino.

Agradecí el gesto del joven y continúe mi camino hacia el cementerio, donde finalmente encontré el lugar sagrado donde Ángel descansaba. Mis emociones se agolparon en mi pecho mientras me sentaba junto a su tumba y lo recordaba con cariño, dejando atrás el mundo exterior y enfocándome en el amor que compartimos en vida y que aún perdura en mi corazón.

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Era mi despedida del descanso eterno de alguien que marcó mi vida desde una edad temprana, uno de esos enamoramientos de adolescencia que, al haber dejado atrás el hogar familiar, nos unió aún más en la lucha por alcanzar nuestros sueños. Nos encontramos en una institución donde compartimos pupitres, campos de juego, laboratorios, comedor y paseos por las avenidas internas, cubiertas de pinos que nos cobijaban con su sombra y nos permitían tener conversaciones al atardecer, tomados de las manos, transmitiéndonos amor hasta la llegada del transporte que nos llevaría a la residencia de señoritas en la Av. Las Américas, en la ciudad de Rubio, un rincón acogedor poblado por personas con una gran calidad humana. Esta comunidad nos permitió a una población de adolescentes, llenos de sueños y provenientes de diferentes rincones del país, convertirnos en excelentes profesionales con una larga trayectoria.

Solo tenía en mente el recuerdo del encuentro con aquel dueño del mejor vozarrón y del aroma de su colonia que se reconocía incluso a larga distancia. Él me había invitado a visitar este pueblo, donde ejerció la docencia, forjando jóvenes, desempeñándose como político y jugador de softbol, y encontrando su mayor entretenimiento en el juego del dominó. Esto le permitió mantener contacto frecuente con sus amigos contrincantes, con quienes compartí en las visitas esporádicas que realizamos.

Nuestra estadía, por primera vez en 30 años, tuvo lugar en la casa familiar donde fuimos presentadas por él como sus invitadas para ser bien recibidas, atendidas y protegidas. La casa está habitada por la matrona, una señora de 63 años de edad, de mirada dulce y sonrisa espontánea, cuyo rostro muestra el paso del tiempo, pero a la vez refleja que no ha usado ningún ingrediente que detenga el envejecimiento. Su esposo, a quien conocí y compartí momentos espectaculares, era propio de los originarios de la sierra de Falcón y falleció, dejándola viuda. También vive allí su hija, una nieta de 16 años, quien en ese momento estaba embarazada, estudia Turismo en la universidad, un nieto que debe desplazarse una hora para llegar a su universidad y estudia Mecánica, sin ayuda económica, y su hijo vive cerca de la casa.

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La habitación que ocupamos era amplia y contaba con dos camas matrimoniales, una silla, una mesa de noche, un armario con la ropa de la familia, y un televisor que no utilicé porque no era la razón de mi visita. Todo era muy acogedor y sencillo, y les agradezco por haberme permitido despedirme físicamente de quien amé y amo por siempre.

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