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Del odio y otras doctrinas

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Del odio y otras doctrinas

“La ficción no tiene que ser concebida como lo no-real, sino como uno de los medios más valiosos (quizá el único) de poder conocer la realidad”. Fernando Gómez Redondo, en El lenguaje literario. Teoría y práctica (1994)

Desde antes de 1998, pero especialmente en ese año electoral, comenzó a rodar un discurso vindicativo y rencoroso, pronunciado por los usufructuarios de la antipolítica, entiéndase, esa perceptible corriente conductual que asume a la política y a los que la practican como aborrecibles y antagónicos.

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El para la época candidato Hugo Chávez Frías se hizo de ese lenguaje personificándose en él. A ratos escatológico, el oficial retirado dedicado a la procura del poder rápidamente dividió a los venezolanos entre amigos y enemigos, y convirtió a los que pensaban distinto en la diana de todas las imprecaciones y ternos que su altivo tono y propensión a la agresión, cual camorrista, le viniera al espíritu.

Fue ese paseo candidatural del sedicente el que nuevamente trajo a la experiencia criolla la gresca y la pendencia que, durante las cuatro décadas de la república, si bien no desaparecieron, al menos, se morigeraron.

Ese militar fue cabecilla de una fallida intentona golpista, de la cual, por cierto, acaban de hacer sus epígonos fiesta y jolgorio, al cumplirse 31 años de la comisión de hechos tipificados como delito, con asesinatos y destrucción de bienes públicos, incurriendo ellos a su vez, una vez más en su apología, que también es contravención delictual y es sano recordarlo. Código Penal, Artículo 286: «El que, públicamente, excitare a la desobediencia de las leyes o al odio de unos habitantes contra otros o hiciere la apología de un hecho que la ley prevé como delito, de modo que se ponga en peligro la tranquilidad pública, será castigado con prisión de cuarenta y cinco días a seis meses».

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Ese miembro de la fuerza armada venezolana que irrumpió contra su institucionalidad se asumía como una suerte de prócer que podía permitírselo todo. Desde su llegada al máximo magisterio, luego de una elección de forma y fondo acrisolada, apuntó sociolingüísticamente a separar, apartar, marginar a los que no formaren parte de su pretendida feligresía y a ofrecerles siempre un trato discriminatorio y frecuentemente incurso en lo que la doctrina más autorizada del derecho penal alemán y del mundo, denomina, Derecho Penal del enemigo. (Günther Jakobs, 1985)

En Venezuela, cabe considerar algunas opiniones que provienen de juristas apreciados nacional e internacionalmente y de probidad indiscutible. El reconocido penalista Fernando Fernández sostiene que el derecho penal del enemigo se aplica a un sistema penal donde no existen garantías penales, procesales, ni la protección de los derechos fundamentales para quien está siendo investigado o enjuiciado, ya que es considerado como un enemigo hostil.

Se anota a Fernández con otra larga cita que es y me la permito reproducir de seguidas, por constituir un valioso material sobre cómo y dónde se inicia realmente en Venezuela el odio y, la falacia de su persecución, tergiversando los hechos y simplemente torciéndolos, mediando una lesiva interpretación que sirve para forjar causa penal e incriminar a quienes solo ejercen sus derechos ciudadanos. Ello, según el autor, se evidencia con el abuso de poder al cual recurre el Estado venezolano para eliminar los derechos y las garantías jurídicas de todo ciudadano que considere como un enemigo potencial, aun cuando se trate de un simple opositor. Recordemos que oponerse a un gobierno es un derecho de todo ciudadano y no constituye delito alguno.

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Este abuso de poder se traduce, de acuerdo con Fernando Fernández, en un uso arbitrario de la coacción y la violencia legal al acusar penalmente a dirigentes políticos y defensores de derechos humanos por cuestionar las acciones y omisiones del Estado, así como también, al denunciar y apresar a empresarios del sector privado bajo el supuesto de “acaparamiento”.

En tal sentido, esta aplicación discriminatoria del ordenamiento jurídico se manifiesta igualmente, con la promulgación de normas destinadas a criminalizar u obstaculizar conductas desarrolladas por un sector específico de la población y que han sido detectadas previamente como contrarias a los intereses del poder. Un ejemplo de ello lo tenemos en las normas dictadas el año pasado por el CNE con el fin de impedir el referéndum revocatorio.

Por si fuera poco, señala el autor, la coacción arbitraria no es el único medio al cual recurre el Estado para destruir a sus enemigos. Para Fernando Fernández, la muerte moral también ha sido empleada por los dirigentes del Estado y no deja de ser devastadora para quien la padece. Precisa el autor que el Estado se ha acostumbrado a lograr este cometido descalificando, amenazando, estigmatizando e incluso demonizando a todas aquellas personas que sean consideradas como sus enemigos. Un patético ejemplo lo tenemos en las declaraciones de dirigentes gubernamentales contra la madre de Neomar Lander.

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Otro ejemplo, sostiene el autor, fue el inicio de la famosa “guerra económica”, donde el Estado, atribuyéndole la responsabilidad de sus inacciones al sector privado, inició una persecución masiva contra altos empresarios del país, tildándolos en sus discursos políticos de “fascistas”, “apátridas”, “traidores”, “parásitos”, entre otras descalificaciones e injurias.

En definitiva, sostiene Fernando Fernández, para los enemigos de este régimen que se ha autodenominado socialista, es decir, los empresarios, dirigentes políticos, defensores de derechos humanos, profesores, intelectuales, periodistas y estudiantes, por mencionar algunos, no hay Estado de derecho ni Constitución; solo fuerza y hechos, pues al ser enemigos no tienen derechos y contra ellos todo vale. (Ver, «La figura del enemigo interno como política de Estado en Venezuela», Acceso a la Justicia, junio 12 de 2017).

¿Qué es el odio? ¿A quién se odia y por qué? ¿Cómo se traduce ese sentimiento? El diccionario de la RAE nos dice: “Antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea.” Empero; es menester abundar para mejor asir la naturaleza de ese reconcomio y así, cabe acotar, una emoción de asco, repulsa, dolor que se padece y se proyecta perniciosamente hacia otra persona o cosa.

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El resentimiento, la tirria, es otra pasión que alberga el espíritu y que se convierte en una turbación que lo mediatiza y más aún, a su mente, racionalidad, alteridad. Esos dichos de los hermanos Rodríguez, Jorge y Delcy, acerca de la manera como su padre muere, por causa violenta, infringida por la policía o los secuaces de aquel momento, ocasiona en ellos un comprensible rencor, un malestar profundo que se permiten declarar públicamente. Ese discurrir es de odio, como el que brota de aquellos que se sienten victimas de los mismos tratos en los tiempos recientes.

Los padres de más de un centenar de coterráneos asesinados por los organismos policiales o por los militares o por los tales colectivos, esbirros, rufianes que pasean su impunidad cuando hacen el trabajo de intimidar y amedrentar a los maestros por solo recordar lo recientísimo, pero que lo han hecho por mas de 20 años no puede ser sino odio.

A ratos entonces; entendemos como se genera esa animadversión, esa ojeriza, ese veneno que nos posee maligno hacia otro, pero; es menester destacar que puede tener una causa que lo explique, pero su justificación en otras circunstancias es simplemente irracional.

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Ese sentir punzante, latiendo, lacerante que resulta de una ofensa, lesión, maldad recibida, es distinta a aquella conducta que no parte para segregar, apuntar, maldecir de un conflicto sino de una convicción por lo general obscura.

La aplicación de sanciones, por decir lo menos, a quienes se les oponen fue desde siempre un recurso de los poderosos. A Sócrates, a Jesús, a la legión de sacrificados por la inquisición, las guerras religiosas en la Edad Media o acaso el holocausto nazi o aquel en la URSS, Hiroshima y Nagasaki, las acciones del aciago 11 de septiembre de 2001, esas otras entre hutus y tutsis libradas desde el poder y ahora mismo el ISIS, el exterminio de unos y otros musulmanes y la lista es larguísima y solo lo he hecho a título enunciativo para resaltar cómo el odio es maldad y viceversa, todos son actos de odio.

La vendetta en cualquiera de sus formas es odio. La soberbia suele legitimar el desprecio a los demás; los complejos sociales, la envidia, la miseria convocan a ese demonio que suele hacerse presente en la vida de muchos. Es una tentación además de un pecado. El ser humano está atrapado en ese pendular. Ya decía André Gidé: “La humildad abre las puertas del paraíso; la humillación las del infierno”.

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Esta modesta reflexión viene al caso ante la infamante dinámica de odio que se está cumpliendo en Venezuela. Desde la cúpula militar y política, social e institucional se arremete contra el supuesto odio que contiene la crítica y el reclamo ciudadano ante el más estruendoso colapso de la revolución de todos los fracasos, con el soporte de una ley contra el odio que no es más que la destilación de todas las flores del cinismo.

Los sindicalistas de Guayana o los maestros han sido señalados y acusados de incitar el odio, al osar más que temerarios de hacerse oír y formular demandas de justicia social. El odio no es de ellos sino de los insensibles que los persiguen tratando de acallarlos. El odio del poder es el peor de todos. Es un acto de irresponsabilidad.

Si lo común nace de lo diferente, como diría Agapito Maestre desde una universidad española, procede reiterar en esta patria solo unida por el odio que enerva, purulento, nuestra condición humana. En esta suerte de guerra civil perdemos el sentido de la identidad y de la otredad. Pretendemos odiarnos y nos asumimos enemigos. No solo es cruel, es estúpido.

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Prefiero y a todo evento, aquella cita en latín que alguna vez leí, en una de las hermosísimas y al mismo tiempo dolorosas novelas de Marguerite de Yourcenar, “Unus in multi in me”.

@nchittylaroche

Por Nelson Chitty La Roche

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