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GRANDES REPORTAJES

Nada de particular… igualita que Jacinta

El legado de Joaquín Crespo, último gran caudillo del Venezuela del siglo XIX, se refleja en sus controversiales decisiones políticas y su relación con el poder. Su vida revela la complejidad del liberalismo amarillo y el contexto sociopolítico de la época.

Gente de Hoy

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Joaquín Crespo se mantiene como una figura compleja en la historia de Venezuela
Joaquín Crespo legado político, caudillo militar

Por: Rafael Simón Jiménez.-  El general Joaquín Crespo fue el último gran caudillo militar del siglo XIX venezolano. Incorporado a las guerrillas liberales desde los 17 años de edad, su extraordinario valor personal lo llevó, con solo 23 años, a la alta condición de general, gobernador de su natal estado Guárico y hombre de confianza de Antonio Guzmán Blanco, el jefe indiscutido del liberalismo amarillo, quien durante casi 20 años hegemonizaría el ejercicio del poder.

De exquisita cultura y fino afrancesamiento, a pesar de sus dotes políticas y militares, Guzmán Blanco, quien llegó a comparar a Venezuela con un “cuero seco, que se somete por una punta y se alza por la otra”, buscó reparar el hastío que le causaba el desempeño del gobierno en estas tierras atrasadas y rurales, intercalando el ejercicio directo del mando con períodos de reposo y recuperación en la Francia del Segundo Imperio. Para ello, hizo modificar la constitución venezolana, adaptándola a la previsión de la de Suiza, que establecía un lapso de dos años para el mandato presidencial, lo que le permitiría dejar a un hombre de su confianza en la jefatura del estado, para que, sólo 24 meses después, recuperado en la capital parisina, volviera a encargarse del poder.

Solo con Joaquín Crespo, servidor incondicional del “autócrata civilizador” e “ilustre americano” —como se hacía denominar Guzmán por sus aduladores—, el sistema alternativo de los dos años le funcionaría a cabalidad, pues primero eligió a su compadre Francisco Linares Alcántara, que al no más encargado del mando reniega de su antecesor, promoviendo la demolición de las estatuas que, bajo el mote popular de “manganzón” y “saludante”, se habían hecho construir Guzmán en Caracas. Pero, para desgracia del converso, cuando parece dominar la situación, una confusa enfermedad —unos dicen que pulmonía y otros indigestión— lo fulmina, lo que favorece la vuelta de Antonio Guzmán Blanco a la presidencia.

En 1884, cuando de nuevo vence el período bianual, Guzmán decide hacer elegir a Crespo como presidente, y este, en un gesto casi insólito en nuestra historia republicana, no cae en la tentación de la “patada histórica” y le devuelve la presidencia a su promotor en 1886, para que este ejerza por última vez el poder en estas tierras. Guzmán, en vez de promover de nuevo la candidatura presidencial de su fiel soldado guariqueño, opta por los llamados “doctores del liberalismo”, nominando a Juan Pablo Rojas Paul, que, junto a su sucesor Raimundo Andueza Palacios, se encargarán de defenestrarlo definitivamente, condenándolo a la anonimidad de un viaje sin retorno hasta su muerte en París a finales de siglo.

Liberado de la tutela de Guzmán, Joaquín Crespo brillará con luz propia en la década de los noventa del siglo antepasado, cuando, al frente de la denominada “revolución legalista”, que lo proyecta como el último gran líder del decadente liberalismo amarillo, se desempeña de nuevo como presidente de Venezuela para el cuatrienio 1893-1897. A pesar de su rudeza de caudillo militar, Crespo era un hombre de carácter tolerante, liberal y de marcada bonhomía, que auspiciaba una libertad de prensa sin precedentes en la Venezuela de entonces. Cuando en un editorial de un periódico opositor se le lanzaron duros dicterios y acusaciones, el jefe de estado preguntó al adulante que le fue con el chisme matinal: “¿El insulto está en verso o en prosa?” Y al aclararle que era en prosa, contestó el general Crespo: “¡Entonces no se preocupe, porque el versito es el que jode!”

Enfrentado a los estudiantes universitarios de su tiempo, un día pasaba con el coche presidencial por el frente del viejo claustro de San Francisco en compañía de su ministro de hacienda, cuando desde el interior de la casa de estudio se escuchó un grito compartido por varias gargantas: “¡Adiós negro muérgano, ladrón!” Crespo, impertérrito, miró a su acompañante, haciéndole una precisión: “Lo de negro muérgano es conmigo, pero lo de ladrón tiene que ser con usted.”

Otra de las características del rústico caudillo guariqueño era su devoción por su esposa Jacinta Parejo de Crespo, a quien guardaba intransigente fidelidad, lo que constituía un impedimento para que el círculo de aduladores que siempre han medrado y aprovechado del poder pudiera halagarlo, facilitándole amores furtivos. Sin embargo, un día, rodeado de su círculo de íntimos y bajo los efluvios alcohólicos, Crespo aceptó tener relaciones sexuales con una jovencita especialmente procurada por los alcahuetes para la ocasión. Habiendo ido el presidente a la alcoba, sus compañeros de farra lo esperaban para tener de primera mano la versión de lo que parecía la primera flaqueza a su fidelidad conyugal, esperando que la aventura lograra ganar al caudillo para repetirlas. Cuando intrigados preguntaron al general que tal le había ido, se decepcionaron cuando este, con la mayor desaprensión e indiferencia, les espetó: “¡Nada de particular… igualita que Jacinta!”

*Por: Rafael Simón Jiménez @rafaelsimonjimenezm. Intelectual, historiador y político venezolano

El versito es el que jode

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