Opinión
El gran amor frustrado de Antonio Guzmán Blanco
Antonio Guzmán Blanco, uno de los hombres más poderosos de la historia venezolana, vivió una historia de amor marcada por el destino, los prejuicios y la política, cuya tragedia personal revela el lado humano de un personaje fundamental del siglo XIX.
Por: Rafael Simón Jiménez. La vida de Antonio Guzmán Blanco estuvo marcada desde la infancia por las peripecias y vaivenes políticos de su padre, Antonio Leocadio Guzmán, un personaje talentoso, audaz y versátil, que llegaría a convertirse en el gran panfletario de Venezuela y en el primer líder de masas que haya conocido la República en su historia.
De la secretaria del Libertador Simón Bolívar, emparentado con su esposa Carlota Blanco, pasa quien luego sería llamado el apóstol del partido liberal a engalanar los elencos ministeriales de José Antonio Páez en su primer gobierno. De allí, a la fundación del periódico El Venezolano, órgano de la nueva corriente política que auspicia Guzmán, y más tarde a protagonizar un milagroso vuelco que lo lleva de la antesala del cadalso a la vicepresidencia de la República en alianza con José Tadeo Monagas, quien ha renegado de Páez y llamado al partido liberal a colaborar con su gobierno.
Su hijo “Toñito” sufre junto a su madre todas las incidencias de la azarosa vida del jefe del hogar. Sin embargo, sus inclinaciones, su personalidad, e incluso sus rasgos físicos y modales se asemejan más a los de un hombre de letras y leyes, que a un agitador o caudillo. En sus estudios de Derecho en la Universidad Central de Venezuela, el joven Guzmán entabla amistad con José Tadeo Monagas, el hijo del prócer oriental, elevado a la jefatura del Estado, que es también el único de los miembros del clan Monagas que prefiere los códigos a las refriegas o los vivaques de la vida militar. Guzmán y Monagas se reúnen en “San Pablo”, la residencia de la familia presidencial, a repasar lecciones y preparar exámenes, y allí el futuro caudillo todopoderoso de Venezuela entablará un romance que marcará su vida y dejará en él la frustración del amor imposible.
La destinataria de las miradas y el interés temprano del joven Guzmán es una niña, hija de Pablo Giuseppi y Luisa Monagas, nieta del poderoso presidente, de quien el futuro caudillo se enamora con locura desde la primera mirada. La diferencia de edad y los recatos de la época obligan a un platonismo que se expresa en miradas furtivas, sonrisas discretas y uno que otro papelito, así como en encuentros familiares en paseos o la obligada misa dominical. Dotada de una belleza y distinción innatas, Luisita Giuseppi Monagas es considerada una de las jovencitas más atractivas de su tiempo. El romance al fin es descubierto por la delación de un desairado pretendiente, el historiador y militar Luis Level de Goda, quien pretende indisponer a los Monagas con un Guzmán cuya suerte y futuro parecían estar signados irremediablemente por los trajines políticos de su padre.
El presidente Monagas y los padres de la joven no ven con simpatías el romance, pero tampoco desean promover un conflicto con el padre de Antonio, que ha sido estrecho colaborador de su gobierno. Las maniobras por alejarlos son sutiles: un largo viaje a Europa con sus padres, un cargo diplomático para alejar al novio del país, todo con el propósito de que “el capricho le pase a Luisita”. Pero la relación se mantiene y desafía la distancia; el intercambio epistolar se filtra por caminos que burlan el control familiar. El destino parece ensañarse con la felicidad de la pareja: mientras el abuelo Monagas es derrocado por la Revolución de Marzo, lo que lo obliga junto a su parentela a salir del país, Antonio Guzmán regresa de Estados Unidos, concluida su misión consular; de nuevo se hace imposible el reencuentro. El nuevo distanciamiento no hace disminuir el amor, que se alimenta de una ininterrumpida relación epistolar.
La frágil alianza entre liberales y conservadores para terminar con el gobierno de los Monagas se resquebraja rápidamente; una nueva contienda, esta vez de mayores proporciones, es azuzada por la violencia incontenible. Antonio Guzmán Blanco no tiene más camino que marchar al exilio, de donde volverá desdoblado en secretario del Mariscal Falcón, antesala de una pasión desconocida por los afanes guerreros, que fraguarán su personalidad de gran caudillo político y militar. Muerto Ezequiel Zamora en San Carlos y desbandados los ejércitos federales en Coplé, Guzmán vuelve a comer el pan duro del ostracismo en la vecina Curazao, donde, para mitigar sus carencias materiales, se arrejunta con la mujer que regenta su precario hospedaje. De esa unión nacerá un hijo, a quien, por el color subido de su piel, llamarán “Guzmán Negro”.
En Caracas, insidiosos y frustrados aspirantes al amor de Luisita Giuseppi Monagas llevan el chisme sobre las infidelidades y andanzas amorosas de su prometido. La chica, ahora sí, opta por la ruptura. Guzmán escribe una y otra vez tratando de indagar las razones del desamor, pero sus súplicas caen en saco roto. No hay respuestas. El exiliado regresa a combatir en Venezuela, pues la Revolución Federal se ha transformado en una “hidra de mil cabezas” que la violencia conservadora impulsada por la absurda dictadura de José Antonio Páez no puede contener. El héroe de Carabobo se convence de la inutilidad del esfuerzo, y comisiona al superministro Pedro José Rojas para negociar la paz a cualquier precio. El jefe de los comisionados por el bando federal es el ahora general Antonio Guzmán Blanco, segundo del Mariscal Falcón. Los plenipotenciarios se reúnen en la hacienda de Coche, cercana a Caracas, para pactar las bases del entendimiento. Guzmán pide autorización a Rojas para visitar a su madre y este le presta incluso su berlina.
El reencuentro con la madre, sometida a mil sufrimientos y padecimientos por la proscripción del esposo y el hijo, tiene además el interés de preguntarle por la suerte de Luisita, de quien tiene años sin noticias. En la residencia familiar entre las esquinas de Colón y Camejo, en medio de la emotividad, su progenitora le confiesa la desoladora verdad: “Tu novia casó con un corso de Trinidad llamado Sebastián Cipriani. Los chismes influyeron en su decisión; a sus oídos llegó la especie de que vivías con una mujer cualquiera en Curazao”.
Elevado a la condición de segundo hombre de la República, luego de la firma del Tratado de Coche, Guzmán parece resignado frente a los infortunios del amor. Un día de 1864, al poderoso hombre público le llega la noticia de que su antiguo amor, ahora convertida en señora de Cipriani, ha sido trasladada grave a Caracas, azotada por una incurable enfermedad. Guzmán corre a su lecho; los viejos amores reviven en medio de la agonía de Luisita. Al verse, se cruzan palabras: “¡Luisa! ¡Antonio! Quería verte antes de morir”, el vicepresidente no se aparta ni un momento de su antigua amada mientras llega la hora inexorable; entre las suyas retiene las manos de la moribunda, y es quien cierra sus ojos cuando expira.
Al día siguiente, el cortejo fúnebre parte de la residencia de los Giuseppi Monagas. Lo encabeza el acongojado general Antonio Guzmán Blanco, viste de riguroso luto, que prolongará por largos meses, y su rostro bañado en lágrimas no oculta el dolor de la muerte de su amada. Los avatares de la guerra, prejuicios familiares, chismes e intrigas le habían impedido alcanzar la felicidad de un amor que por mucho tiempo había desafiado todos los obstáculos.
*Por: Rafael Simón Jiménez @rafaelsimonjimenezm. Intelectual, historiador y político venezolano
